EL ÁRBITRO DE FÚTBOL
Por Ramón F Chávez Cañas
De: “Historias escondidas de Tecoluca”
Allá por 1970 y todavía (1995), Súper Altagracia era y es uno de los negocios mayoristas (granos básico y abarrotería) más importantes en la casi cuatro-centenaria ciudad de Austria y Lorenzana (San Vicente). Entre numerosos empleados de mostrador, bodegas, oficina y vendedores en ruta a minoristas, estaba Don Santos. Éste era hombre en la segunda juventud, tal vez no llegaba aún a cuarenta años; pero su constitución física y anímica, rivalizaban con las de muchachos mucho menores. Hombre de estatura mediana, tez morena clara, pero con macro huellas de un acné severo ya lejano; nariz aguileña, manchas faciales de un bienteveo (vitiligo) mínimo; de estampa semi atlética; su inteligencia para hacer el bien: indescriptible. Fue el empleado máximo en confianza para los dueños del negocio. Don Carlos Joaquín Cornejo Merino, su patrono, le había confiado dos furgonetas de manufactura italiana marca Vespa para el desempeño más eficiente en sus labores. Don Santos tenía bajo su responsabilidad venta al mayoreo de dulces y golosinas elaborados por Confitería Americana de San Salvador, de la cual Súper Altagracia es el concesionario departamental. Mientras Don Santos se rebuscaba en municipios y ciudades de: Guadalupe, Verapaz, Tepetitán, y San Cayetano Ixtepeque, Don Carlos Joaquín supervisaba el aprovisionamiento de la otra máquina vacía, la cual estaba destinada para cubrir la ruta sur, hasta ciudad Tecoluca con sus inmensos e interminables cantones y caseríos. Regresaba con la primera furgoneta vacía. Después de dar el informe económico respectivo a doña Altagracia, esposa de don Carlos Joaquín, tomaba el otro automotor cargado y partía raudo con más entusiasmo rumbo al sur. Al día siguiente emprendía nueva ruta: Apastepeque, San Lorenzo, Santo Domingo, San Esteban Catarina y San Sebastián. En última jornada semanal cubría: Santa Clara, San Ildefonso, Villa Dolores, todos los cantones y caseríos pertenecientes a tales municipios. Recibía, además de respetos afectuosos patronales, una buena recompensa económica porcentual, excluyendo, por supuesto, el jugoso sueldo y viáticos fijos. Sus ventas se multiplicaban en forma geométrica. Esto le permitía adquirir prendas de vestir y perfumería de óptimas calidades; asimismo asistir, por las noches y días festivos, a las funciones cinematográficas o eventos balompédicos en el estadio Centenario vicentino. Su novia era la señorita Milita Henríquez Villalobos (enfermera) con quien, al parecer, nunca llegaron a un acuerdo formal para las nupcias.
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Desde hacía tres años, la hija mayor de sus patronos estaba casada con un joven doctor en medicina originario de Tecoluca, en el mismo departamento vicentino. Este reciente matrimonio, residente en una de las dos ciudades más importantes en departamento La Libertad, visitaba cada mes a respectivas familias. Los viernes dormían en ciudad Tecoluca. Los sábados, ya bien entrada la tarde, estaban haciendo su ingreso a las amplias habitaciones interiores del Súper Altagracia en donde, casi siempre, encontraban a don Santos haciendo cuentas económicas con los señores Cornejo-Martínez, dueños del súper y suegros del joven galeno, se repite.
Al amanecer del domingo, don Santos se hacía presente para entablar, con el joven médico (30 años), conversaciones de diversos tópicos. Charlaban profundos sobre la política electorera y económica de aquella actualidad; también del arte y la cultura universal, pues don Santos tenía arraigado el vicio de la lectura formal. En uno de esos tantos domingos, el confitero ya no platicaba de las cosas cotidianas de la ciudad, ni de la república, ni del arte, ni de la ciencia. De repente empezó a platicar de fútbol y de las reglas internacionales gobernantes en este deporte. Aun cuando el doctor procuraba desviar la plática hacia otros tópicos de palpitante actualidad: el frustrado cuartelazo en contra del tiranuelo apodado Tapón, y la señora vergueada recibida por don José Napoleón Duarte Fuentes al fracasar dicha intentona; el dulcero volvía, con más vehemencia, al tema de las reglas internacionales del balompié. El galeno medio se acostumbró a estas pláticas. Cada cuatro semanas, cuando éste, su esposa y sus dos pequeñas nenas llegaban de visita al tantas veces mencionado supermercado, ya él mismo se iba preparando para seguir conociendo al detalle aquellas viejas reglas descartadas por FIFA y las nuevas adoptadas por la misma. El “motorista de Vespas” explicaba al galeno los grandes avances obtenidos por él en el difícil campo del arbitraje. También le mostraba cronómetro y silbato reglamentarios; asimismo, uniformes e insignias requeridas por tan afamada institución futbolística internacional, sección salvadoreña, pues él era, —decía—, uno de los más aventajados alumnos en tales cursillos. El joven académico disimulaba su fastidio. Para ello, hacía preguntas y repreguntas al respecto. El fanático futuro árbitro de fútbol se vestía con su indumentaria negra; se armaba del cronómetro y silbato ya mencionados para responder, en el simulado terreno de los hechos, a diversas preguntas de su solitario oyente. Hacía gestos y ademanes; miraba y remiraba el cronómetro; soplaba el gorgorito y extraía de su bolsa de pecho la tarjeta roja o amarilla, según la imaginaria circunstancia. Luego se despedía con la parsimonia de siempre, diciendo: “¡Caramba, cómo pasa el tiempo! Se me ha hecho tarde. ¡Me voy para las clases de la subfederación…Acompáñeme, doctor!” Esto ocurría a eso del mediodía.
Después de dos o tres horas escuchándole, el togado, ya a solas, pedía su primera cerveza negra, danesa, Carlsberg, fría a la perfección, con boquitas de camarón del mero Río Lempa, o pepescas plateadas pescadas en laguna Apastepeque; cocinados con maestría por la señora Pilar Cornejo, cocinera estrella de los señores dueños del súper.
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Dos años después (1974), en uno de tantos domingos, el fiel oyente ya esperaba al flamante profesor de arbitraje. Éste no llegó. Aquél indagó al respecto con sus suegros; pero ellos no pudieron darle alguna explicación lógica. Al mes siguiente, a eso de 08:00hrs en ese día de guardar, ahí, tan puntual cual reloj suizo, estaba el famoso árbitro. El “matasanos” lo saludó y abrazó con cristiana fraternidad; pero, al inquirir éste sobre el tema, recibió la siguiente decepcionante respuesta:
—¡¡Cállese, doctor!!...¡No me vuelva a hablar, en el resto de mis días, sobre tal actividad!
—¿¿Por qué?? —preguntó, impaciente, el académico.
—¡¡No se imagina, doctor, las alas de cucaracha en las cuales me he visto por culpa de ese maldito arbitraje!!
— ¡¿Cómo es eso?! —repreguntó su interlocutor.
—¡¡¡Cállese, doctor!!!... ¡¡Por poco me matan!!...—dijo, con cierta asfixia, don Santos.
— ¡Explíquese!... ¡Explíquese!—, enfatizó, más impaciente, el matasanos.
— ¡Figúrese usted! —habló, temblando, don Santos y prosiguió—: Hace un mes me encomendaron arbitrar un encuentro entre el equipo Tehuacán de Tecoluca y el equipo Halcones de San Cayetano Ixtepeque… Era un encuentro muy importante, pues al vencer, uno de ellos ascendería a Clase B de Liga Mayor salvadoreña. Me asignaron para jueces auxiliares: al Manuelito Argueta Henríquez, más conocido por Meme Argueta o “Zapatilla”, y al Negro “Siete Cabezas”. Por cierto: Meme Argueta, aun siendo vicentino, es pariente muy cercano con usted y con los Chávez-Henríquez de Tecoluca. No obstante, — perdóneme si lo ofenda—, Meme Argueta Henríquez, su tío, es un alcoholista consuetudinario empedernido, quien casi nunca llegaba a las clases; cuando llegaba, no ponía atención alguna, porque si no estaba borracho, andaba sudando la gran cruda; pero, por la amistad con la mayoría de los “pecenistas” federativos departamentales y, sin tener la preparación ni la seriedad, ni la serenidad requerida para tales menesteres, me lo nombraron un auxiliar.
—Pero,¡¡usted pudo recusarlo!! ¿Por qué no lo hizo?—interrumpió su devoto oyente, sin poder ocultar la indignación causada por oír tal desaguisado, despreciando, al mismo tiempo, el cercano parentesco con el tal Zapatilla.
—Por la sencilla razón del cercano parentesco del Zapatilla con Milita, mi novia, pues son primos hermanos por parte del apellido Henríquez; asimismo con usted y con la poderosa familia Chávez-Henríquez, tecoluquense, en cuyos terrenos estaban las canchas en donde se llevaría a cabo tal encuentro, —contestó el “referí”, quien continuó—: El tal “Zapatilla”, quizá por estar más viejo, pues es diez o quince años mayor que yo, se quedaba rezagado en cada veloz jugada. Además, como andaba bolo-goma, hacía señales equivocadas, las cuales me obligaban a suspender el encuentro para sancionar la o las faltas no existentes. A estas alturas, ambas barras estaban indignadas y trataron de lincharlo; mas, los numerosos parientes del Meme Argueta Henríquez, aun siendo decentes “pescados” y él un mafioso pecenista, invadieron la cancha para evacuarlo hasta el poblado. Meme “Zapatilla” fue sacado, chineado, por cuatro o seis de sus palancones sobrinos; mientras atrás, adelante y a ambos lados, era escoltado por tres docenas de sus robustos parientes. “Zapatilla” Argueta Henríquez pataleaba y protestaba, alegando ser él un profesional del arbitraje y que, a quien debiérase retirársele de la cancha, era al juez central o sea: a este su servidor. De inmediato, el comisionado de subfederación vicentina nombró un sustituto emergente: “Jachitas”. Continuó el evento; pero, —siguió narrando el decepcionado árbitro, después de varios sorbos de una soda a base de cola y de haber dado profundos suspiros para oxigenarse—, a la altura del minuto 68 (2ndo tiempo), me sentí obligado a marcar un tiro de doce pasos en contra del equipo local. El portero, a quien le llamaban “El Chacho Edgar” lo atajó con maestría; sin embargo, el “Negro Siete Cabezas” apreció lo contrario, alegando haber visto cuando el Chacho Edgar se había movido antes del disparo. Hubo un fuerte abucheo en mi contra; pero la pena máxima se repitió, rompiéndose el empate. El abucheo desapareció para dar paso a la agresión física en mi contra. Cuando tomé el esférico para dirigirme al centro de la cancha, mi estupefacción fue súbita al contemplar a la inmensa masa fanática local quien, con palos, piedras, machetes desenvainados y con insultos soeces en mi contra, se dirigía, como tromba, a mi encuentro. No se imagina, doctor, —prosiguió el frustrado árbitro, quien ponía toda la mímica a su desventurado relato—, el gran “culillo” sentido por mí, pues hasta la guardia nacional local se me venía encima. Y los idiotas del “Jachitas” y del Negro “Siete Cabezas”, asimismo el comisionado de la maldita Subfederación vicentina, un tal Nicolás “Pato” Bayona, se quedaron paralizados. Sólo tuve un remedio: echar a andar mis propias piernas para correr desesperado tratando de alcanzar el cañaveral aledaño al poniente de la cancha. No le explico, porque no sentí, cuándo y cómo con el pecho me llevé aquella alambrada llena de púas; tampoco le explico cómo pude atravesar el cañaveral de don José Ovidio Chávez, hermano suyo,¿verdad?, y el otro cañaveral de doña Carmen Chávez viuda de Orantes, también tía suya, ¿verdad?, el cual colinda con aquella profunda quebrada llamada El Burro. Mientras corría para salvar mi pellejo, sólo escuchaba los gritos insultantes de la fanática multitud; gritos cada vez más lejanos. Vine a enterarme de mi real situación cuando, jadeante, llegué al fondo de la profunda quebrada. Ahí, arrodillado, rendí gracias a mi Dios por haber permitido, a honorables señores Chávez, no haber rozado todavía esos inmensos, altos y cerrados cañaverales, pues era enero, mes de plena zafra. No quiero fastidiarlo más con mi relato, —continuó el pulcro juez con una voz pausada y entrecortada—, pero es mera verdad. La quebrada estaba oscura. Mortecinos rayos solares, a penas alcanzaban a verse tangenciales a enormes verdes copas de árboles: conacastes, copinoles y cedros. Helado viento enerino empezaba a calarme; yo, sólo con la maldita pantaloneta negra; con la desgraciada camisa mangas cortas, también negra, y con incómodos zapatos de tacos, empezaba a tiritar. La oscuridad avanzaba… El frío y mi desesperación, también. Melancólicos cantos de guaces, desde altas copas de árboles cercanos y lejanos; tenebroso cantar de lechuzas, tecolotes y búhos, muy abundantes, por cierto; infernales violines de zancudos y ensordecedor croar de ranas y sapos en charcas aledañas a la poza de una presa, aumentaban mi zozobra. Luego, pensaba, con el llanto casi a flote de mis párpados: Volver a ciudad Tecoluca, significaría entregarme a mis injustos ajusticiadores… Permanecer ahí, sería servir de comida o bebida a miríadas de zancudos, jejenes y tábanos. En estas meditaciones estaba cuando, a lo lejos, en dirección a Zacatecoluca o Virola, escuché inconfundible ruido de una locomotora aproximándose. Consulté mi fosforescente reloj pulsera, pues el malvado cronómetro futbolero e infernal silbato, quedaron prendidos en la alambrada filuda o en espesos cañaverales. Eran las 05:45mins de la tarde; mas, en el fondo del profundo barranco parecía medianoche, porque en enero siempre anochece más temprano. Corrí quebrada arriba hasta el famoso puente ferroviario también llamado El Burro, para de ahí, pensaba yo, llegar hasta la próxima estación del ferrocarril: Tehuacán, —el mismo nombrecito del equipito futbolístico local—, y abordar el tren de pasajeros proveniente del Oriente del país. Mi gran esfuerzo físico y anímico fue en vano, porque cuando con suma dificultad ascendía por aquellos abruptos acantilados, el gusano metálico pasaba raudo sin fijarse en mí. Escuché el sordo pito de aire comprimido anunciando la próxima parada. Escuché la parada y el arranque casi instantáneo del Caballo de Hierro Fumador; asimismo, el más triste pitazo de despedida. ¡Me dejó el tren! Agotado, gané la superficie del terreno. Caminando sobre la vía férrea, llegué hasta la mencionada estación. En esos momentos, don Héctor Brito, jefe de la tal oficina, se disponía a cerrarla con llave y a montar su caballo, pues él vivía en el pueblo causante de mi actual desgracia; Pueblito distante 02kms al sur de dicha estación. Me aproximé para identificarme con él. “¡Ah!”, me dijo con cierto desprecio: “Vos sos el árbitro a quien acaban de apedrear, ¿verdad?; vos sos el árbitro vendido a los de Ixtepeque, ¿verdad?... ¡¿Cuánto te pagaron, vos?!”... y prosiguió: “Yo soy el presidente del Club Deportivo Tehuacán. Mañana presentaré una demanda en contra de tu mal arbitraje. Al mismo tiempo, pediremos se te suspenda de por vida”… “¡Señor!, yo tengo mi conciencia tranquila”, le repliqué con algún temor, pues había observado en su pretina la concha en nácar de una pistola automática. Proseguí: “Yo sólo apliqué las leyes internacionales vigentes”…. “¡Mirá!”, me dijo con tono sereno, “no temblés. Yo no soy ningún fanático criminal; pero no te puedo llevar al Pueblito, porque el diablo siempre es diablo y pudiera ser… ¿Ya cenaste?… Tomá estos tres pesos y vete a comprar popusas… Tal vez doña Lucrecia aún tenga”… “¡No señor!”, le respondí y continué: “Dinero suficiente siempre cargo en mis bolsillos, incluso en esta indumentaria de árbitro. Quiero pedirle un único gran favor: hágame compañía hasta la casa de don Ramón Chávez padre. Él es el papá de mi gran amigo: el doctor Ramón Chávez hijo, casado con la hija mayor de mis patronos”… “¡Ah!”, volvió a exclamar el señor Brito; pero con diferente tono de voz y con expresión facial de regocijo: “Si usted es amigo de los señores Chávez Cañas, será también amigo mío. Móntese en ancas y lo llevaré hasta la casa de don Moncho padre… Pero, si usted prefiere”, dijo, después de diez segundos de reflexión, “yo puedo dejarlo durmiendo al interior de esta oficina. Mañana, en primer tren, usted puede partir para San Vicente… No vaya a ser el mismo diablo y nos miren fanáticos recalcitrantes, tales cuales: Atila Cañas, Ramón “Cara de Nudo” Grande, El Chío Cañas, el Huesuda Chacón o los hermanos Capirucho… Entonces, yo no podría hacer nada, nada, a favor suyo. ¿Me explico?”.
— ¡Cabal! —continuó don Santos narrándole al doctor—, el señor Brito fue en procura de mi cena; luego colgó hamaca de mezcal; me entregó manta de algodón y otra de lana chapina, pues el viento soplaba frío. Hasta las ideas parecían congelarse. Me dejó bajo llave. Esa noche no dormí ni un segundo. Primero: a causa del dolor de las heridas en mi pecho por púas del alambrado y fuerte picazón corporal de ajuates silvestres. Segundo: rumiando mi fracaso como árbitro, pues era el primer partido de cierta importancia encomendado a mí, porque mis metas serían llegar a arbitrar en Liga Mayor A, para después incursionar en ámbito internacional. Y, tercero: dudaba que una turba, dirigida por Brito, llegase a medianoche para lincharme; sin embargo, le agradecía, a la vez, su benevolente gesto de caridad cristiana. Al día siguiente, después de agradecer con el alma al jefe de la estación, monté el primer tren. En seguida me presenté a la subfederación de marras para interponer mi renuncia con carácter irrevocable. Para colmar mis males, allí estaban los sinvergüenzas del “Jachitas” y del Meme “Zapatilla” Argueta Henríquez, quienes ya habían cobrado sus emolumentos y quienes se burlaron de mí llamándome árbitro maleta. Debí salir, otra vez, a la carrera, porque también ellos trataron de agredirme. Por eso, mi querido doctor, —terminó de hablar el dulcero con cierto deje de melancolía—, le ruego, le suplico, le ordeno, ¡le exijo!: no mencionarme, nunca, jamás, nada relacionado con esa porquería llamada fútbol. Mejor volvamos a conversar, como en aquellos mejores tiempos, de: Guiseppe Verdi, con sus óperas estrellas: Nabucco, Oberto, Aída, Baile de Máscaras, Rigoleto, Otelo, Simón Bocanegra, La Traviata, Juana de Arco, Alzira, Ernani, Fuerza del Destino, y muchas otras. De César Vallejo con sus inhumanos “Poemas Humanos”, y con su” Trilce”, difícil de entender. De los Tres Pablo: Picasso, Casals, y Neruda. De Francisco Morazán con su célebre Batalla de Perulapán. De la corrompida política gubernamental llevada a cabo por su coterráneo presidente salvadoreño, coronel Molina. Asimismo, de la crisis económica e intelectual, endémicas en nuestro país.
F I N
30 de agosto en 1995