LA COYOTA TEODORA
Por Ramón F Chávez Cañas
Don Ramón padre tendría la máxima edad terrenal de Jesucristo; y, mi Pueblito, doblaría a Matusalén. Era 22 de enero en 1933. Es el mismo Pueblito prehispánico fundado por tribus Nonualcas. Capital del reino de las mismas cuando éstos se segregaron de las tribus Mayas asentadas en las ahora célebres Ruinas de Copán, Honduras; llegando a establecerse sobre faldas sur orientales y sur occidentales del majestuoso volcán Chinchontepec o Volcán de San Vicente. En la actualidad, sólo a pueblos sur occidentales y occidentales al famoso volcán vicentino en el departamento de La Paz, se les conoce con el patronímico de Nonualcos. Mi Pueblito, insigne antigua capital de ese reinado o Nequepio, pertenece al departamento San Vicente, 12kms al sur de aquella cabecera departamental.
Esa noche enerina, por primera vez, en dirección poniente, más allá de la quebrada El Burro, a la altura de una bicentenaria ceiba de hacienda El Jiote, — ahora propiedad del joven señor don José Ovidio Chávez Muñoz—, se escucharon primeros aullidos de una bestia montaraz canina; aullidos agudos, penetrantes, hasta lastimar tímpanos de bellos durmientes pueblerinos. El extraño concierto comenzó a 11 de esa noche para finalizar a 03 hrs en la madrugada del día siguiente. La gente no se alarmó, pues era bastante frecuente escuchar aullidos de coyotes en todas direcciones; pero con menor intensidad y menor frecuencia.
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Es el mismísimo caro Pueblito mío asentado sobre faldas sur orientales y a media altura entre base y cúspides de la montaña chichuda. Asentado en misma planicie ocupada antes por Tehuacán de Las Granadas, capital del Nequepio Nonualco, una rama salvadoreña de los mayas, según lo afirmado por el historiador cuzcatleco: doctor Santiago Ignacio Barberena.
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Era 22 de enero… Un año exacto después de iniciada, hasta consumarse, aquella bárbara matanza de campesinos indefensos, quienes reclamaban mínimas condiciones vitales humanas allá en occidente de nuestro pequeño e injusto país.
La noche siguiente, mientras las cuatro o cinco familias principales del mistado Pueblito se cobijaban con gruesas mantas de lana chapina llamadas chivas, y los desheredados tiritaban, por el frío enerino, envueltos con sus sencillos perrajes batanecos, —fabricados en ciudad San Sebastián, departamento San Vicente, con hilo de algodón de tercera o cuarta categoría—, el concierto se iniciaba, terminando a las mismas horas; pero, esta vez fue en otra dirección: al sur, por el largo cantón El Carao, cercano a casa de habitación y propiedades agrícolas ganaderas de don Buenaventura Alférez, (ahora de don Beto, su hijo). Eran aullidos profundos, largos y lastimeros; aullidos de un solo animal; aullidos incesantes, casi interminables, aullidos capaces de erizar la piel de las biatas más fanáticas y de los cortos de espíritu, pues se empezaba a creer en presencia diabólica o, transformación en coyotes de don Tino Sosa y/o de doña Estebana Patrulla: jóvenes estos aprendices de brujería con un maestro del vecino pueblo Analco, hoy barrio de Zacatecoluca. El tal maestro analqueño era apodado Coyote.
Amaneció. El sacerdote Luís Pastor Argueta (cura párroco), doña Carlota Belloso v. de Fernández (la “biata” Carlota, decana), doña Onofre de Roque, doña Soledad Henríquez (2nda decana), doña Gregoria Calderón de Romero, don Buenaventura Alférez, don Moncho Chávez padre., don Enrique Garay y don Carlos Federico Molina II con don Jesús Orantes Vela, entre otros principales del acosado Pueblito; seguidos por multitud de quinientos vecinos más, de segunda y tercera categoría económica, emprendieron la peregrinación hasta el bicentenario árbol y hasta potreros de don Buenaventura, para presenciar y participar en exorcismos a realizar por el presbítero católico. El párroco Argueta inició la ceremonia auxiliado por don Luís González (don Luísito Burro) sacristán, y por ciertos jovencitos principales: José Gilberto Parras, Julio Asisclo Chávez, Paulita Rodríguez Molina, Tránsito Méndez Barahona, Melina Chávez, Estercita Cativo Hernández y Amalia Chávez Muñoz. El señor cura, luciendo su negra sotana, su casulla y estola blancas; su negro birrete sobre su cabeza calva; sus gruesos lentes montados sobre aros de también grueso carey; asiendo el recipiente del agua bendita con su mano izquierda, y con la derecha, sujetando el utensilio para el esparcimiento de la sagrada especie, se dispuso a rezar en latín unas oraciones sacras ininteligibles para el resto. La jerigonza se prolongó por varios minutos. Al final, el medio millar de miedosos, y contritos fieles, entonó el conocidísimo canto vernáculo religioso: Perdón oh, Dios mío; Dios mío, perdón. Perdón Señor mío; perdón y piedad.
La gente regresó contenta confiando en efectividad de la recién pasada diligencia religiosa… Llegó la 3era noche… Nadie: ni adultos ni jóvenes; ni ancianos ni niños; ni hombres ni mujeres, esperaban, otra vez, aquella macabra sinfonía… Era primera noche de Luna llena… Las calles empedradas y heladas del asustado Pueblito, entre siete y nueve de esa noche, se veían colmadas por jovencitos y niños de uno y otro sexos. Los segundos jugando de: “Escondedero”, “Me regala fueguito”,”Esconde el anillo”, “Pizpirigaña”, “Arranca cebollas”, “Sin Marín”, “Casco de la rueda”, y más. Los jovencitos varones mirando a jovencitas y suspirando por ellas, distantes a 50mtrs desde ellos; pues en esos tiempos, y en casi todos los conglomerados humanos del país, era pecado mortal una tertulia entre mozalbetes de distinto sexo.
Las jovencitas torteaban popusas verdaderas para venderlas por pistos de China (obtenidos fragmentando más los platos rotos llamados de China), a toda la niñez. Aquellos adultos principales, apoltronados en sus sillas mecedoras, tanto en portales exteriores, como en las aceras de sus respectivas residencias, compraban con dinero verdadero; charlaban con sus vecinos o invitados especiales para presenciar tranquilos, por tres o cuatro bellas noches consecutivas, en cada mes despejado, el lento, firme e incontenible ascenso de Sacra hostia argentina de luz que, al iluminar techos de arcilla rojiza, paredes blanqueadas con cal, aquellas grises callecitas empedradas, verdes copas de frondosos árboles, tenue amarillo de rastrojos y pastizales veraniegos, hacía, porque no había luz eléctrica, que aquellos dichosos seres humanos se inspiraran con sus: guitarras, violines, acordeones y otros instrumentos musicales en manos, para cantar tangos argentinos, rancheras mexicanas, bambucos colombianos y románticos boleros cubanos; asimismo, valses de Strauss, y de salvadoreños: don José Granadino, don Felipe Soto, don Domingo Santos y don Napoleón Rodríguez. Poetas pueblerinos: don Juan Pablo Espinosa y don Pedro Berríos, ambos célebres bohemios locales, recitaban sus inspiraciones o poesías de don Anastasio Navas; éste, famoso ciudadano viroleño en apogeo al inicio de este moribundo siglo XX. El señor Espinosa recitaba un poema de Navas que al final decía: “Quisiera contemplarte cuando el Febo/ hace su despedida en Occidente/ ¡Es algo que a pintar yo no me atrevo/ porque nunca podría, aunque lo intente”.// Tal poema es un saludo al volcán Chinchontepec… Don Pedro Berríos, de su propia inspiración, recitaba: “Blanca Luna que asomas muy radiante/ por añil transparente de mi cielo/ Noctámbula vas en divino vuelo/ de luz clara y a mi amor tan desafiante//… /Cuando vuelvas a rieles, oh, ligera/ y sacra hostia argentina de luz/ te daré mi caricia, la postrera/por el amor que me has negado tú”//.
Doña Segunda Henríquez vda. de Chávez y doña María Teresa Molina Chávez de Alférez, dos principales matriarcas del mío Pueblito, servían café con pan dulce; tamales y tragos de licor para tan selecta concurrencia a los portales exteriores de sus respectivas vecinas mansiones. A las diez de esa misma noche, callecitas, aceras, y portales circundantes a placita central y a iglesia parroquial, habían quedado desiertos; pues todos, grandes, medianos y pequeños, estaban recogidos sobre sus camastrones o sobre sus tapescos. Mientras, la inmensa Luna llena, semejando gigantesca antigua bamba de plata, continuaba su indetenible camino para llegar al cenit a media noche; luego descender, con más rapidez, evitando ser alcanzada por el malvado Sol.
Once horas de aquella tercera noche… Don Moncho padre, don Jesús Orantes padre, don Lino Parras, los dos poetas, todos los músicos, cantantes y los demás, comenzaban a roncar en sus respectivas camas… Once de esa tercera noche… El precioso silencio pueblerino es herido, otra vez, por prolongados y repetititivos lamentos de aquel ignoto animal; pero, ahora, el terror venía desde rumbo oriente, allá por “Loma de la Guerra” y quebrada “de la Muerte”, un kilómetro antes de llegar al llamado Río Grande local, en terrenos de doña María Teresa Chávez de Alférez. El cura tocó arrebato. De inmediato, adultos y jóvenes varones acudieron al convento parroquial. Llegaron armados desde coronillas hasta pezuñas. Don Moncho padre fue el primero en presentarse. Llegó acompañado de sus adolescentes hijos: Julio Asisclo y Jesús Alfredo; asimismo, de don Chus Orantes, su cuñado; y de sus hermanos: don Juan Cruz, don Carlos Antonio y don José María. En seguida, hizo presencia todo el puesto local de la sanguinaria “benemérita” guardia nacional o correyuda (ya prostituida por políticos genocidas del año anterior, 1932) y las aguerridas voluntariosas patrullas civiles de diferentes barrios y cantones adyacentes. Don Buenaventura Alférez, enérgico señor alcalde, llegó por último para comandar a los patrulleros.
Cuando la Luna estaba en su apogeo, aquellos aullidos parecían más fuertes, más consecutivos, más cercanos; pero en misma dirección, allá, en periferia oriental, cerca de la casa de don Juan Pacho, primohermano de don Moncho padre, ahí presente. Cien hombres reunidos en casa conventual estaban indecisos. Don Jesús Bonilla Chávez, otro primo lejano de don Moncho padre temblaba diciendo no tener miedo; sólo temor. Don Venturita, con su voz característica de tiple afónico, sugería esperar el nuevo día para organizarse mejor. Esta idea la secundaron: don Victoriano Alférez, esposo de María Teresa, y familiar de don Venturita, el señor alcalde. También la apoyaron don Moncho padre, con su comitiva. Por la emergencia, los más de cien hombres hicieron guardia hasta amanecer cuidando, tal cual cuidaban los toros salvajes al rebaño de vacas y terneros, para protegerles de un posible ataque gran felino. Así les amaneció, aun cuando aullidos se habían suspendido a tres en punto de esa otra madrugada.
El maishtro César, único (anciano) policía municipal, y don Miguel Tomás López, secretario, a diez de esa mañana, leyeron el bando firmado por el jefe edilicio. El bando fue leído en las cuatro esquinas centrales del municipio. El anciano maishtro César Hernández, golpeando con sus últimas fuerzas los platillos metálicos todavía sonoros heredados, quizás, de alguna banda musical regimental antigua o colonial, convocaba a la ciudadanía toda para escuchar el pronunciamiento municipal. El bando o edicto decía: “Buenaventura Alférez, alcalde municipal por la infalible gracia de mi general (Martínez), a todo el conglomerado de esta bella comprensión manifiesta: Durante las tres últimas noches, la calma secular de este privilegiado municipio ha sido interrumpida por ladridos de perros salvajes, lobos o coyotes. El miedo o temor manifestado por el ciudadano don Jesús Bonilla Chávez, es similar, tal vez mayor, al manifestado por nuestras esposas y pequeños hijos. Las doñas: María Teresa Chávez de Alférez y Segunda Henríquez vda. de Chávez, las ‘meras, meras’, ofrecen recompensas consistentes en: dos yuntas de bueyes amansados; dos carretas completas; cuatro vacas paridas de veinte botellas diarias cada una; seis manzanas de tierra para cultivar granos básicos durante diez años consecutivos; un potro o corcel con su silla de montar nueva a cada valiente, sin exceder a diez; y, un mil colones en efectivo, para aquel ciudadano o grupo de vecinos, sin pasar de diez, que logren ahuyentar esa amenaza. Ofrecen el doble, si ese señor o señores, traen, hasta esta alcaldía, el cuerpo exánime de la bestia. Hasta el triple, si la fiera es traída viva. Para tal efecto, contaremos con balas y machetes 'curados y bendecidos' por el señor cura párroco Luís Pastor Argueta. El o los premios, serán entregados quince días después de haber cesado, por completo, los infernales alaridos. Para su cumplimiento, el señor alcalde, en uso de facultades otorgadas por constitución vigente, nombra coordinadores de la tal operación, a los señores: don Moncho Chávez Henríquez y don Jesús Orantes Vela, ambos cuñados entre sí; por ser ellos las dos personas más ecuánimes de este noble municipio. Dado en el Palacio Municipal del Pueblito, a veinticinco de enero de mil novecientos treinta y tres. Firmado: B. Alférez, alcalde municipal; Enrique Garay, síndico; ante mí: Tomás López Bonilla, secretario”.
El bando o edicto causó cierta alegría en algunos; no obstante, en otros, en especial en “biatas” y en timoratos, no hizo mella. Don Moncho padre, y su valiente cuñado Orantes Vela padre, dijeron: “¡Manos a la obra!” En efecto: organizaron ocho patrullas compuestas por veinticinco hombres cada una. Cada patrulla vigilaría uno de cuatro puntos cardinales conocidos, más otros cuatro puntos cardinales intermedios. Trabajarían desde diez de la noche hasta cuatro de la madrugada del día siguiente. Dormirían el resto de las horas. Las dos matriarcas, aprovisionarían de alimentos y de otros menesteres esenciales a las familias dependientes de los doscientos vigilantes. Don Jesús Bonilla Chávez, a ruegos del sacerdote, dio prestados cuarenta rifles, ochenta escopetas chachas, cien revólveres y doscientos machetes empeñados en su ilegal montepío pueblerino.
Los dos cuñados coordinaban las ocho comisiones. Don Jesús Bonilla Chávez rehusó integrarse en algún pelotón. A seis de cada tarde, éste estaba ya encamado, pidiéndole a las once mil vírgenes ser liberado de eso terrorífico. El señor cura, las “biatas” y algunos niños mayorcitos, entre siete y ocho de la misma noche, rezaban vía crucis en el atrio y al interior del templo. Las dos matriarcas, con sus incontables sirvientes, preparaban el abasto o chojín para cena-desayuno de doscientos guerreros. El santo sacerdote Argueta “bendecía” escopetas, rifles, revólveres, cutachas y balas de aquellos hombres valientes.
Comenzó la cacería. Casi todos los miembros de aquellos pelotones estaban equipados, también, con lámparas frontales al respecto, cuyo energético era el carburo de tungsteno, pues lamparas de pilas no eran conocidas aún ahí. Adolescentes de cuatro o cinco familias reinantes en ese mini latifundio, diseminados entre batallones, se hacían acompañar de sus varios delicados, por ser legítimos, perros sabuesos caros. Aullidos de ignota fierecilla eran desconcertantes: Cinco minutos después de haber aullado por el puente El Burro, estaba haciendo lo mismo en dirección opuesta, seis kilómetros al sur: por edénica hacienda Las Pampitas, —propiedad de dos primos-hermanos del famoso cuentista, pintor, novelista y poeta salvadoreño: “Salarrué”—. Cuatro minutos más tarde, el lamento era escuchado al occidente, por la otra estación ferrocarrilera IRCA, situada en hacienda Concepción de Cañas, —latifundio éste donde naciera el discutido, por dudoso, Libertador de esclavos centroamericanos—. Así, durante diez largas noches, la persecución fue inefectiva. Los pelotones rotaban. Sólo don Moncho padre,y don Chus padre, no pedían ni daban tregua. Tino Sosa y Estebana Patrulla, cumplían doce días de estar encarcelados, por fuertes sospechas de brujería recaídas, desde el principio, sobre de ellos.
Quince días después de tanto cotidiano fracaso, ambos cuñados siempre estaban entusiasmados, aun cuando el ejército inicial se había reducido a tercera parte. Al décimo sexto día, por la mañana, se presentó, a casa de don Moncho padre, el joven señor don Antonio Miranda Jiménez, —ambos ex condiscípulos (1907-1917) en colegio Santo Tomás del canónigo Raymundo Lazo, en ciudad San Vicente—. Miranda Jiménez era dueño del tan extenso, como fértil latifundio pueblerino llamado Hacienda El Obrajuelo, cuyos límites de entonces los marcaban: Río Bajo Lempa, al oriente; Océano Pacífico, al sur; Estero Jaltepeque, más Río Los Amates, al poniente; en el lado norte, limitaba con los extinguidos ejidos pertenecientes al nunca bienamado Pueblito. Era una caballería por otra caballería de extensión (64mzs. x 64mzs.= cuatro mil noventa y seis manzanas), tierras que ni el propio dueño conocía en su totalidad—. Miranda Jiménez habló así:
—Oye, Moncho: allá en mi hacienda El Obrajuelo, están dos hombres recién llegados. Son forasteros… Dicen venir desde Usulután y dirigirse hacia San Salvador… Uno es de apellido Carpio; el otro, de apellido Mármol… Ambos afirman haber escapado de la muerte por fusilamiento, y ser fugitivos de la tiranía recién impuesta. Ellos conocen de mi amistad y parentesco con el General don Fernando Figueroa. Creen contar con mi protección, por haber sido, el General Figueroa, un presidente excelente de El Salvador, con grandes influencias político-militares aún después de muerto; pero tú, siendo tan amigo del “correyudo benemérito” mayor Morán, comandante local, les puedes proteger mejor; pues en la campiña, tú bien lo sabes, las inspecciones y cateos están a la orden del día… Tráelos a tu molienda… Documéntalos por medio de don Buenaventura, el señor alcalde. Móntalos al ferrocarril en la vecina estación Tehuacán… Ellos y yo te lo agradeceremos… ¡Dios te pagará!”
Don Moncho padre, aceptó. A seis de esa oscura tarde, los dos hombres estaban hospedados bajo un tibio “iglú”, fabricado con bagazos de caña de azúcar, en patios de la molienda suburbana propiedad de doña Segunda, madre de don Moncho padre. Éste les entregó agua potable, comida, batidos de una panela especial y chicha. A diez de esa misma noche, al iniciarse la enésima batida contra del canino problemático, don Moncho padre visitó a sus fugitivos huéspedes. Les narró detalles al respecto del coyote llorón y escurridizo. Mármol, un muchacho frisando entre los veinticinco y veintiocho años, le dijo:
—Oiga, don Moncho: yo era activista comunista al iniciarse la persecución contra indígenas de Occidente. Indígenas no eran comunistas: yo, ¡sí! Indígenas y mestizos campesinos, jornaleros del occidente, pedían mejores salarios y escasas prestaciones sociales no existentes. Yo, en Izalco, presencié cuando un tal general de apellido Calderón convocó, al parque central, a todos los varones: adultos, jóvenes y adolescentes, para dirigirles un mensaje de paz, y entregarles el respectivo salvoconducto liberador de la persecución genocida. Al momento de estar reunida aquella miríada masculina, la salvajísima Guardia Nacional o “benemérita-correyuda”, más soldadesca de otros cuarteles, taparon bocacalles y corredores naturales. En seguida, las 'tartamudas' dieron cuenta de aquellos indefensos, engañados por el mentado Calderón. Una mujer de mediana edad, —prosiguió Mármol con voz entrecortada y con ojos anegados en lágrimas sentimentales—, lloraba y gritaba enloquecida, pues su esposo y sus cuatro muchachos, el menor de trece años, habían sido masacrados por esbirros de la tiranía martinista; mas, no encontró sus cuerpos, porque camiones seudo militares, habían recogido cadáveres para enterrarlos en fosas comunes en otras campiñas lejanas. Ella juró convertirse en Coyota. No descansar hasta encontrar a sus seres queridos o, al menos, encontrar sus tumbas. Esta mujer se llamaba Teodora. Ruégole, don Moncho, —terminó de hablar el fugitivo sobreviviente —, guardarme esta conversación en secreto. No contarla ni a doña Segunda, su honorable madre, pues cualquier indiscreción no mal intencionada, puede costarnos la vida—. Al día siguiente, don Moncho padre arregló las falsas pero necesarias documentaciones. En el prieto tren vespertino IRCA, los perseguidos prosiguieron su camino hasta la capital salvadoreña.
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La inconsolable Coyota siguió llorando. Don Moncho padre había perdido todo interés en tal objetivo. Escasas patrullas continuaron su accionar. Don Chus Orantes Vela p., ignorando lo revelado por Mármol, también continuó en el empeño. Tres meses después, el día de santa Cruz, a medianoche, mientras caía la primera tormenta formal de aquel invierno tropical o estación lluviosa, Sordo Rafay, Nacho Roque, Fernando Villegas y José María Peñate, —todos ellos peones carreteros al servicio de doña Segunda, y de jovencita señorita Carmen Chávez Henríquez, recién casada con don Jesús Orantes Vela, quien llegara al exquisito Pueblito como telegrafista jefe—, abatieron, con balas curadas por Coyote analqueño y por alumnos de éste: Tino Sosa y Estebana Patrulla, a la pobre Coyota Teodora. La abatieron bajo el frondoso follaje de la ceiba mencionada al principio; ceiba desde la cual, Coyota Teodora había debutado en el Pueblito, después de haber rastreado todos los campos rurales occidentales, por más de un año.
Don Moncho padre pidió se le donara aquel espécimen. Ello fue hecho así con previa autorización del alcalde y del señor cura. Don Moncho p., un recién viudo, joven bohemio, la trasladó a su casa de habitación… Llamó a Encarnación Roque (Chón de a Medio) y a Simona Gálvez, jóvenes brujas blancas, bisoñas. Les explicó todo lo sabido por él con respecto a esa Coyota. Ambas hechiceras invocaron a espíritus buenos: a don Francisco, padre de don Moncho; al General de División, Carlos Federico Molina I, héroe en Batalla de Coatepeque contra tropas invasoras chapinas, General de División oriundo del lugar, padre de doña Juanita Molina de Ayala, una santa mujer; a José Simeón Cañas Villacorta, con olor a prócer libertador de esclavos, también nativo del oloroso Pueblito. Este discutido prócer ha sido usurpado por la ciudad de Zacatecoluca.
Mientras aquellas dos jóvenes brujas blancas permanecían arrodilladas invocando a veintena de buenos espíritus locales, don Moncho p., acostado en su hamaca de pitas retorcidas y devanadas por artesanos del pueblo Cacaopera, sorbía su tibio coñac y fumaba su habano Partagás, leyendo el enésimo número de la revista Estrella Roja, enviada por Mármol en correo clandestino. A tres de la madrugada, brujas blancas encontraron la clave. Don Moncho p., el Quijote criollo, alumbrado por un débil quinqué, disponíase a reanudar la lectura de “El Capital”. Chón de a Medio, jubilosa lo interrumpió: “Don Moncho, don Moncho…Por favor, ¡venga a ver!... ¡Esta Coyota se está transformando!... ¡Mire, pues!...¡¡Está tomando forma de mujer!!” En efecto, la ex bestia había tomado forma de una hembra cincuentañera… Aborigen de cabellera larga, lisa y negra; de labios protuberantes no exagerados; de pestañas rectas tal cual alero de rancho pajizo; de pantorrillas similares a tlamemes. En fin, de características propias de abnegada madre indígena universal. Don Moncho acudió al santo Cura Argueta y a don Luisito Burro, el sacristán. Les narró todos los pormenores respectivos. Al final, entre todos, cavaron, sudorosos, una cristiana sepultura con dimensiones reglamentarias. En el interior depositaron los restos mortales de aquella desventurada e ignorada madre de mártires. La sepultaron en traspatio de la casa mencionada, sin ataúd para evitar más escándalos. Durante nueve días, tarde a tarde, los cinco personajes se reunían para rogar por el descanso eterno de tan sufrida mujer.
Don Moncho p., ya sin bohemias alcohólicas, cada noche platicaba con los espíritus queridos de esa infortunada fémina, y con el de ella misma. Estos, paso a paso, le indicaban cuánto él debería hacer. Fue así cómo, don Moncho p., supo escoger a la actual segunda esposa: Doña Carmela Cañas de Chávez, Santa, Sabia, Fiel segunda esposa, aun en viudez; pues don Moncho falleció en marzo cuatro de 1988. ¡Dios debe tenerle en paz!
F I N
09 de marzo en 1996
Tomado del libro "HISTORIAS ESCONDIDAS DE TECOLUCA"