MIS
PERSONAJES INOLVIDABLES
Del libro “Historias Escondidas de Tecoluca”
Por Ramón F Chávez Cañas
(Segunda Entrega)
TECOLUCA,
en 1951, aún estaba aislada, por vía terrestre, de ciudades San Vicente y Zacatecoluca
(Virola). Aquella carretera, desde antiguos tiempos coloniales permanecía encharcada
imposibilitando tránsito automotor. Sólo carretas a semovientes, bestias
caballares y mulares podían, con gran dificultad, hacer viajes a una u otra de
ambas cabeceras departamentales, pues pegadizos lodazales, en especial aquellos
localizados en empinadas cuestas en caracol del Río Frío, hacían que carretas
fuesen remolcadas hasta por tres yuntas de bueyes, halando en sincronía.
Escasos “jeep” se miraban a palitos en esos obstáculos. Con frecuencia se
recurría al remolque por semovientes; asimismo, los entonces flamantes taxis
del punto sanvicentino: ─inmensos automóviles éstos de marcas norteamericanas famosas
de las cuales, algunos todavía funcionan─. Durante estación seca o verano
tropical, esos profundos lodazales se convertían en también profundas
polvaredas o médanos, tan malignos para el tránsito, cual los primeros.
En ese
mismo año, don Juan de la Cruz
Chávez Rodríguez, ─“ortopeda-cirujano
hecho a cuma” y “tinterillo de buena
fe” en el Pueblito─, enfermó de ántrax cutáneo por haber cargado sobre de sus añejos hombros
el cuero de una res de su propiedad. Agonizó durante una semana. Don Lino
Parras y don Felipe de Jesús Ayala,
médicos internistas primitivos del conglomerado, —colegas del infectado—, echaron
ases, dándose por vencidos. Doña Carmen Chávez de Orantes, hermana del
moribundo, se dirigió a oficinas telefónicas pretéritas para exponer el caso al
afamado médico vicentino: Doctor Marco
Antonio Miranda. Tres horas más tarde, a eso de 01:00pm, apareció el
mencionado galeno. Llegó transportado por enorme taxi chevrolet manejado por
don Tiberio… Vestido todo de blanco, dicho doctor bajó del automotor. La figura
del DOCTOR MARCO ANTONIO MIRANDA era impresionante: delgado, pero macizo; de
1.90mts de estatura; de tez blanca rosada con anteojos claros resaltando su
elegancia; de sonrisa afable dirigida a todos los circunstantes y, de gran
seguridad en sus conocimientos profesionales.
Inmenso
clan Chávez-Henríquez y anexos, amigos y vecinos del anciano con ántrax,
hicieron valla al Doctor Miranda cuando
éste se dirigía desde el taxi hasta aposento de aquél. Aposento provisional
estaba instalado en una de amplias habitaciones interiores de enorme casa
pueblerina céntrica de doña Carmen Chávez de Orantes. 25mins después, doctor Marco Antonio Miranda abordaba
el taxi para su retorno a ciudad San Vicente.
Dejó la
receta. El también sanvicentino: don Manuel de Jesús Argueta Henríquez, —Meme
Argueta o “Zapatilla”—, enfermero hechizo, sobrino por afinidad del anciano
infectado por ántrax bovino, se encargó del cumplimiento de la misma, habiéndole
inyectado, en tan seniles venas, a su tío político, millonadas de unidades
internacionales de penicilina sódica cristalina, en lapso de ocho días.
Aquel
acertado médico-cirujano cobró el equivalente actual a ¢700ºº (US $80ºº = ¢200ºº
de esos tiempos). El taxista, la mitad de esa cifra.
Don Juan
de la Cruz Chávez
Rodríguez se curó y recuperó sus nonagenarias fuerzas. Durante todos los días
de años restantes a su larga vida, este ancianito recordaba, con gratitud
infinita, al DOCTOR MARCO ANTONIO
MIRANDA.
*****
IV
Allá por
1956, doña Elba Cañas Henríquez se
convirtió, in artículo mortis, en viuda
del bachiller Luís Roberto Artiga (El
Indio Artiga). Doña Elba, tía paterna mía, era una de pocas modistas al servicio de la “flor y nata” femenina sanvicentina. Su taller de alta
costura, con decena de operarias, marcaba el ritmo de la moda en ciudad de
Austria y Lorenzana. Entre su selecta clientela estaba la esposa de DON
SALVADOR MIRANDA, cuya residencia se ubicaba al poniente, casi frente del
desaparecido Parque Infantil, —esquina norponiente de la manzana ocupada por un
cuartel regimental—. Don Salvador
Miranda era viejo bonachón, algo obeso, con estatura inferior a la mediana
sin llegar al enanismo. Vivía de la agricultura trabajada en su hacienda
“Ismendia” jurisdicción de Tecoluca, siempre en mismo departamento de San Vicente.
Su esposa era hija de acaudalado terrateniente tecoluquense. Ambos, tal vez,
estaban en dinteles de la ahora llamada tercera edad.
Cierta
tarde de un mes cualquiera, casi noche, a mediados de esa quinta década del
siglo recién pasado, esposos Miranda-Molina llegaron al afamado taller ya
citado. Don Salvador Miranda tomó
asiento sobre de una silla haragana de madera con forma de abanico; empezó a hojear
para leer diversos artículos ofrecidos por revistas internacionales: Bohemia, Carteles, Life en Español, y otras;
mientras, su esposa repasaba, repasaba numerosos nuevos figurines femeninos al
respecto, enterándose así de últimos gritos de la moda francesa, italiana,
española y más; pues el traje a ser probado en su cuerpo no tan joven, aún
estaba siendo hilvanado por la experimentada operaria de nombre Margó, —joven,
esbelta y simpática mujer esposa de “Gato
Seco”, quien, dicho sea de paso, era secretario privado perpetuo del
abogado Julio Alfredo Samayoa hijo—. Terminado el hilván, doña Elba llevó a su
distinguida clienta hasta sala de pruebas: cuatro paredes tapizadas con espejos
de piso a techo. Señora Molina de Miranda ordenaba: “Pon un alfiler aquí; pon otro alfiler allá; haz un recorte en esta
parte; súbele un poquito más al peto”, etc., etc.
Esta
sencilla operación casi llevaba 45mins. Ya era noche. Mientras, señor Miranda, se había repasado todas aquellas
revistas, hasta haber llenado algunos crucigramas de las mismas. De súbito, con
alguna pequeña delicada violencia, lanzó todas las revistas contra metálico mueble revistero
adyacente. Púsose en pie. Con voz de furioso desconsuelo, dijo: “¡¡No
son las modas, mujer…: son… los cuerpos!!”. Abrió la persiana hacia la calle. Más
desanimado, fue a sentarse en la acera de enfrente, bajo tenue luz de bombillo eléctrico amarillento, similar a
yemas de huevos indios. La charra metálica acanalada en forma de sombrilla y pantalla sobre del bombillo, siempre vivirá en
mi recuerdo.
11 de octubre en 2001 *****
V
Entre años
1956-57 fue, en Instituto Nacional Doctor Sarbelio Navarrete de ciudad San
Vicente, nuestro profesor del idioma francés. Era hombre delgado, blanco, alto,
tal vez pálido sin estar anémico ni palúdico; de palabras suaves y de singular
compresión para con los más jóvenes de ese bienio; pues él era varón académico
también joven, quizás frisando en treinta abriles. Su figura, en general,
dábale cierto aire al poeta José Martí, prócer cubano. Era auténtico
profesional en medicina humana. Doctorado en Francia o en España. Originario
del cantón San Antonio de Caminos, jurisdicción al sur del municipio sanvicentino.
Hermano de doña Marina Rodríguez de Quezada, —auténtica primera Ministra de
Educación salvadoreña desde aquellos
tiempos (1960) en Junta de Gobierno Revolucionario del Honorable Sabio, Filósofo,
Profesor, Doctor Don Fabio Castillo Figueroa.
Cuando
quien esto relata llegó a la clínica privada de ese privilegiado médico sanvicentino,
para obtener algunos de los requisitos exigidos por Facultad de Medicina de
Universidad de El Salvador, después de rigurosos exámenes de admisión; este
valor salvadoreño lo atendió con esmerada atención: le extendió la requerida
constancia de buena conducta, y respectiva certificación médica de buena salud
física y mental, sin costo monetario alguno. Al final de tal audiencia, aquel
galeno profesor de francés le dijo con palabras
casi textuales:
—Chávez Cañas: esa carrera universitaria
a la cual usted ha optado, es profesión de humanismo con sabiduría… Nadie,
ni aun los calificados con altas notas a través de su formación legal puede, si
no posee esas cualidades filosóficas básicas antiquísimas, ser eficiente
sanador o mitigador de tantas desgracias humanas en área de salud. Nunca,
Chávez Cañas, vaya a creerse superior intelectual a los demás, sólo porque
usted ha tenido la dicha, no suerte, del acceso a esa sagrada casa de estudios
científicos y filosóficos; pues la medicina es una de tantas ramas en la Filosofía.
Recuerde siempre, —prosiguió el
humilde, pero sabio médico profesor de francés—: todo don viene de Dios, sin importar diversas concepciones tenidas sobre de Él.
Nosotros deberemos ser ejecutores positivos de esos dones divinos pertenecientes
a toda la Humanidad.
Tal ex alumno del idioma galo se retiró
compungido rumiando aquellas frases tan sagradas oídas de labios de tan
singular maestro… Ahora, cuarenta y tantos años después, duda haber dado cabal
cumplimiento a esas profundas reflexiones.
Este
pontífice hipocrático sanvicentino falleció atropellado por automotor
desenfrenado, cuando él era peatón en una calle urbana de Estados Unidos de
Norteamérica. Su nombre fue: DOCTOR DOMINGO
AUGUSTO RODRÍGUEZ.
*****
VI
BACHILLER
LUÍS ROBERTO ARTIGA (INDIO ARTIGA),
era esposo de doña Elba Cañas Henríquez. Ésta, tía de quien esto cuenta. Artiga
había sido avanzado estudiante de leyes
en la entonces única Universidad de El Salvador. Fue, —tal cual se decía
entonces—: pasante en Derecho o doctor “in
fieri”. Hombre cuarentón, sobrepasado en peso hasta obesidad. De carácter
jovial, por cuya razón le abundaban buenas amistades; admiración de todo el
conglomerado sanvicentino, urbano y rural, y más allá. Alto dirigente del club
futbolístico “Independiente” cuando éste militaba en máxima categoría del
fútbol nacional; fue, además, un báquico devoto (aficionado exagerado al
licor); orador político, opositor de trepidantes rayos contra de malos o
ladrones gobernantes nacionales y locales, desde, con desprecio, recordado partido Pro Patria del sátrapa tirano
Maximiliano Hernández Martínez, hasta el otro similar: el hondureño José María
Lemus, último testaferro del “partido de unificación democrática”—prud—.
Entre numerosos
devotos báquicos amigos del bachiller Indio
Artiga encontrábamos a los siguientes señores: don Alirio “Palabicho”, don “Gato
Seco”, don “Mincho” Jovel, don Leonardo Morazán (doctor “in fieri” en medicina),
don Meme Argueta o “Zapatilla” y don Nicolás “Pato” Bayona, entre muchas
decenas más. Época cuando este último mencionado señor, descollara como real
luminaria futbolística del antes citado club.
Cierto mediodía
del año escolar en 1954, este atrevido relator ¿historiador? regresaba del
Instituto Nacional Doctor Sarbelio Navarrete, pues en casa Artiga-Cañas se hospedaba durante período
lectivo. Con su impecable uniforme colegial de color caqui mangas largas, tela
dril; con su gorra tipo II guerra mundial de la misma tela adornada con cintita
oscura; con su corbata negra marca “Wembley”; con ancho cinturón cuero-baqueta
azabache de hebilla metálica dorada, logogrifo referente al colegio, —hebilla
que, en estos actuales difíciles tiempos violentos, sería arma mortal en manos
de estudiantes “mareros”—; con zapatos
lustrados y tres estrellas azules bordadas a perfección en bolsa izquierda de
la camisa, simbolizando tercer curso de Plan Básico, —ahora noveno grado—,
ingresó esbelto al área del comedor-bar Artiga-Cañas.
Alrededor de esa mesa estaba sentada la mayoría
báquica mencionada celebrando un triunfo reciente del equipo futbolístico local
y, o, el gane, por Indio Artiga, de algún pleito legal. Ante súbita
presencia del adolescente uniformado, “Palabicho” tomó un vaso limpio y vacío;
sirvió trago “tacón alto” de güisqui escocés Caballo Blanco; le agregó 4
cubitos de hielo. Dirigiéndose al imberbe estudiante, preguntó: “¿Cómo lo querés, Monchito, con agua o con
soda?”. De inmediato, El Indio Artiga llevó a sus manos el
trago de licor servido… Se puso en pie. Con gesto adusto dijo: “No, Palabicho, no… Monchito no ha nacido
para estas vergonzosas cosas. Él tiene destino brillante por delante… Para no
confundir mis palabras con tacañería… miren esto”. El bachiller Luís Roberto Artiga, acto seguido, arrojó el licor
servido, con todo y vaso, contra engramado del patiecito central… Palabicho
dobló el cuello para esconder su rostro. Larguirucho jovenzuelo continuó su camino
hacia amplio traspatio en donde estaba su habitación.
¡¡Lástima
grande!!... Dos años más tarde, en mayo de 1956, el venerable Luís Roberto Artiga, mal aconsejado por
Baco, dios romano del vino, y atacado por el entonces microbio desconocido
llamado ahora “Helicobécter pillory”, se fue en sangre a causa de hemorragia
gastro-esofágica o gastro-duodenal masiva, aun con asistencia hospitalaria
privada.
31 de octubre en
2001
C O N T I N U A R Á.-