HOMICIDIOS POR HONOR
Tomado del libro “Historias Escondidas de
Tecoluca”
cuyo autor es Ramón F Chávez Cañas
Ocurrió el año
45 del XX, en aquel apartado Pueblito de nuestra pequeña y única república. Ocurrió
a mediados de agosto, cuando Hirohito japonés se rindió después de aquellos dos
inmediatos bombardeos atómicos ordenados por uno de tantos genocidas gringos
apodado o apellidado Truman.
Don Federico
Rodríguez era adulto robusto y sazón, sin llegar todavía a media centuria; hijo
del último par de ceros del siglo XIX, por lo cual había nacido y crecido con “tranvía
y vino tinto”, e iba madurando a la par de la centuria actual. Vivía con
humildad, tal cual vive un “pobre a gusto”:
ordeñando vacas y cultivando tierras propias de mediano agricultor pueblerino.
Por no haber anticonceptivo de Química moderna, había engendrado la docena de
hijos; todos de un fiel matrimonio con esposa abnegada. Era regio confidente
para los más pobres de esos lugares; de manera especial para: iletrados y explotados
jornaleros campesinos. Pícaros explotadores, ladrones y perversos agiotistas,
temblaban cuando don Lico (Federico) se enteraba de zanganadas crudas de estas
sanguijuelas torvas. Sin ser abogado, ni haber puesto un solo pie en algún
recinto universitario, hacía escritos cabales denunciando a perversos hasta en
cortes supremas; asimismo, acompañaba, — pagando de su propio peculio—, los
viajes del ofendido hasta el tribunal respectivo, llegando, en algunos casos,
hasta la ciudad capital. ¡En fin, era gran defensor de los Derechos Humanos a
la antigua! De esta docena de engendros le nacieron cinco nenas. Una de las más
bonitas se llamaba Rita Lina, quien a sus 17 abriles fue reina de festividades
patronales pueblerinas locales; madrina a perpetuidad de futbolistas y de basquetbolistas;
paseada en carrozas tiradas por semovientes casi en todos los días festivos; madrina
de bautismo de un centenar o más de recién nacidos. Hacía poco había obtenido
el título de oficinista en cierta academia o colegio de la ciudad cabecera
departamental; mas, don Lico, nunca quiso buscarle trabajo en la localidad,
mucho menos afuera de la comprensión municipal. Entonces, la señorita servía de
secretaria-contadora en las cuentas de su padre. Era de cutis rosado fino,
blanco, figura espigada y caderuda; con busto desafiando al volcán
Chinchontepec. Montaba briosos corceles para pasearse por el poblado,
despertando admiración desde viejos hasta jovenzuelos. Sus hermanos varones, mayores,
se encontraban realizando estudios superiores en la ciudad cabecera o en la
única universidad de la ciudad capital de aquellos tiempos diamantinos. Por compacta
unidad de aquel grupo familiar y por severidad del cabeza de familia, Rita Lina
era apreciada y respetada.
*****
Seis años atrás, desde el cantón más remoto del municipio, subió
o bajó, hasta aquel tranquilo Pueblito, cierta viuda con cinco hijos buscando
seguridad, pues el esposo e hijo mayor, por querellas sobre tierras, habían
sido asesinados en apartado camino rural. Llegaron para quedarse a vivir en el
poblado en misma calle o avenida, a 100mts distantes del hogar de Rita Lina.
Dos de aquellos hijos mayores de esta señora viuda estaban establecidos en ciudad
San Salvador, y, una hija mayor era postulante en indeterminada congregación
religiosa católica; por tanto, sólo dos hembras y un varón eran acompañantes
permanentes de la viuda mencionada. Este varón, de faz indígena con cabellera
lacia y negra pareciendo cabeza de güisquil o güisayote, de mirada penetrante
sin sostenerla con sus interlocutores (mirada de coyote); y de estatura algo
inferior a la mediana, con robustez moderada, tenía un nombre tomado de
almanaque: Pío Quinto o, Pioquinto, a secas. Llegó casi adolescente, por lo cual
no pudo matricularse en escuelita pública de primaria. Al parecer, era iletrado
virtual; pero no real, pues desde primeros años de su nueva vecindad este joven
indígena empezó a descollar como uno de los primeros catrines, tanto en vestir
como en montar; asimismo, en transacciones comerciales de compra-venta de
ganado mayor y cereales. También era bastante
afamado por ser empedernido mujeriego habiendo, el ingrato, dejado con los
colochos hechos a innumerables señoritas campesinas de cantones aledaños. Este
joven adulto Pioquinto se codeaba con autoridades locales (alcalde, juez de
paz, sargento de GN., comandante local). No con autoridades culturales
(maestros, secretarios, telegrafistas, etc.). Además, con principales “riquitos
pueblerinos” afiliados al partido oficial Pro Patria, recién decaído junto con
su testaferro: general Maximiliano Hernández Martínez del cual, don Lico, era
férreo opositor; pues él, don Lico, era segundo coordinador general municipal
en Partido Demócrata del Doctor Arturo Romero.
Así las cosas,
desde el año 40 ó 42, Pioquintillo, —tal cual le llamaban los yoyos,
porque a nivel pueblerino había creado gran ama de poseer mucho dinero—, se
estaba carteando con Rita Lina. Esto, después de haber bailado con ella durante
la celebración de la fiesta rosa de la misma. Pioquintillo sería mayor en
cuatro años, cuando llegó a pedir la mano de la agraciada señorita. Llegó
acompañado de algunos familiares y de otros amigotes de los antes mencionados,
entre ellos el señor juez de paz local nombrado a “dedazo”, quien no era
académico universitario, porque entonces tales funcionarios serían de cuarta o
quinta categoría, escogidos por la superioridad corrupta, quien pedía el
“plácet” del cacique pro militarista más encopetado de cada lugar, incluso de
ciudad capital.
Con cierta
renuencia don Federico accedió, fijándose dos distintas fechas para las bodas
civil y religiosa, con lapso de 15 días entre ambas. Por supuesto, la civil
sería primero, a celebrarse en casa de habitación paterna de la novia. Después
de esa diligencia legal, Rita Lina quedaría siempre bajo la patria potestad.
Asimismo, a pedimento materno, la futura desposada permanecería, durante ocho
días, después de boda religiosa, bajo matriz potestad. Total: 22 días después
de haber alcanzado el estado legal de señora. Todos estos compromisos fueron
acordados y firmados por Pioquintillo y comitiva. Un hermano de don Lico fue el
escribano. Recogió todas las firmas posibles al respecto. Tal documento
serviría de base para analizar los desagradables momentos a sucederse en el
porvenir casi inmediato.
Pasó
raudo el tiempo estipulado. La ceremonia civil empezó a cumplirse. Elegante
casa paterna de bellísima señorita Rita Lina estaba colmada por múltiples
familiares, sobresaliendo los tíos, hermanos y primos de la jovencita quienes,
vistiendo elegantes trajes enteros con olor a vitrina, disimulaban las armas de
fuego portadas en su cintura. En seguida hizo su aparición Pioquintillo con el
séquito constituido por su viuda madre, dos hermanos y el alcalde, quien
efectuaría aquella ceremonia civil. Éste era acompañado por el secretario
municipal. Dicho edil comenzó leyendo los artículos del Código Civil al
respecto. Luego, imitando o superando a cualquier cura párroco orador, dijo la
homilía civil adecuada. En seguida, pidió las firmas de los novios, para luego
continuar recabando rúbricas de testigos legales del evento. Al término de
estas diligencias, don Lico tomó la palabra para decir, con palabras fuertes,
claras y vehementes, lo siguiente: “Señores
autoridades civiles locales, familiares del novio, convidados especiales y
familiares míos: aun cuando la ley no lo pide, tampoco lo prohíbe. Mi señora y
yo, estamparemos nuestras firmas en ese, para nos, importante documento. Por
tanto: pido al señor secretario municipal poner en mis manos ese libro de
registros”. Ambos pícaros munícipes y el novio, con sorpresas y dudas, intercambiaron
sus asustadizas miradas. Titubeante, el señor alcalde entregó el libro. Reinó silencio
expectante. Don Lico tomó asiento en uno de los extremos libres de la mesa. De bolsas
interiores de su saco extrajo su pluma fuente marca Esterbrook; sin separar el capuchón protector de ésta, la depositó
sobre la mesa. El libro le había sido entregado abierto y señalado con cruces
de grafito los lugares para firmar, lo cual el inteligente padre obvió. Cerró
tal volumen. Empezó a contar folio por folio; al mismo tiempo, a comprobar
firmeza del encuadernado, Cuando llegó al acta matrimonial de su interés,
comprobó: tales folios no estaban enumerados. Al hacer moderada tracción sobre
los mismos, éstos cedieron para quedar solos en dedos del anfitrión. De
inmediato, dando dos fuertes y sonoros puñetazos sobre aquellas tablas, se
irguió; llevó la mano derecha hacia su cintura izquierda mientras, con la otra,
iracundo exhibía en alto las dos fojas falsas escritas y firmadas. Su derecha,
empuñando pistola automática Browing de
9mms, fue apuntada en contra de los dos ediles y del, en esos momentos, pálido
y tartamudo falso novio. Al ver este súbito gesto del ofendido patriarca, aquellos
tres patrañeros intentaron ponerse en pie, llevando, ipso facto, las manos en señal de empuñar armas; pero los otros ofendidos
parientes de Rita Lina, rodeándoles en medio círculo envolvente, con sus
respectivas armas de fuego trataron de impedírselos. Don Benito, hermano de la
madre a burlar, se apresuró tal cual rayo, para separar, del lado de Pioquinto,
a Rita Lina; pues en término de cinco segundos los ánimos eran Volcán de Izalco
de aquellos tiempos. Retirada la señorita, sólo quedaban sentados, en incómoda posición
de levantarse, aquellos tres comprobados farsantes. Falso novio intentó echar
mano a la cintura, luego, “ambos dos”
munícipes intentaron hacer lo mismo; pero, en milésimas de segundo, les llovió
andanadas de plomo. El trío de malignos farsantes cayó de espaldas sobre sus
respectivos asientos. No hubo tiros de gracia. Casi todos los familiares de la
novia salieron huyendo por distintos rumbos; mientras la madre del novio
gritaba inconsolable antes de desmayarse. Los dos hermanos de Pioquinto, encañonados,
estaban manos arriba aceptando humillados
la imprudencia temeraria y criminal del occiso hermano. Los hermanos de Rita
Lina desarmaron a los dos. Ya para entonces eran personas no gratas. Diez
minutos más tarde se hicieron presentes las dos parejas de correyudos beneméritos guardias nacionales acompañando
al juez de paz respectivo. A puertas cerradas se hizo el reconocimiento legal
de los cadáveres. Los mal llamados “beneméritos” intentaron poner las pitas en pulgares
de don Lico, hijos y sobrinos.
El
vulgo curioso había abarrotado toda la cuadra frente a la casa fúnebre,
haciendo variadas conjeturas e inventándose bolas
de diferentes volúmenes.
Don Ramón, un vecino inmediato de don Lico, al
instante contactó, por vía telefónica, con tres notables abogados de la
cabecera departamental. Media hora más tarde, aquellos togados estaban al
interior de la casa funesta. Esposa de don Lico había recogido los falsos
documentos y al instante los guardó en su mediana caja fuerte empotrada en gruesa
pared de adobes. La conducta del juez de paz fue timorata, pero valiente. Con
don Ramón y otros vecinos, impidieron poner pitas, mientras llegaban abogados
defensores. Los jurisconsultos revisaron el libro y falsas hojas matrimoniales.
Levantaron el acta respectiva. De inmediato devolvieron tal volumen al juez de
paz. Los falsos folios fueron entregados a doña Horocia, madre de la señorita. El juez ordenó levantar los cadáveres. Entregó
en custodia a los cinco implicados. El doctor Julio Alfredo Samayoa padre los
recibió en depósito, llevándolos consigo a residencia en cabecera
departamental. En menos de 72hrs, —término de inquirir—, fueron puestos en
libertad porque se alegó y comprobó defensa, no de la vida, sino del honor
familiar. La señorita vistió hábitos de una congregación religiosa católica. El
tiempo siguió su imparable curso.-
FIN
18 de mayo en 1999.-